(Arte de Julian Stips)

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¡Tigre! ¡Tigre! Ardiendo brillante
En los bosques de la noche
¿Qué mano u ojo inmortal
Podría modelar tu temible simetría?

Extracto de “El tigre”, de William Blake.

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Amar, llorar y seguir cayendo.
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No se puede vivir así.
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Tenéis que dejar de ser.
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Expiar vuestra culpa y extirpar vuestro miedo, hasta que se cierre el telón y los músicos dejen de tocarse la entrepierna y el anfiteatro se vacíe y entre todo ese movimiento sólo quede alguien sentado, tú. Pero llegará el momento y no te darás ni cuenta, porque no estás ahí, sino en las profundidades de tu mente, preguntando al ruiseñor que habla con voz de viejo sabio por el camino hacia la libertad. Antes de que te llegue la respuesta de su pico flameante, el señor de la limpieza te tocará el hombro y despertarás.

De pronto estás aquí, sola, y la respuesta se la habrá llevado el viento. Y entonces levantarás la mano y de una bofetada el limpiador se caerá al suelo, sin comprender, sin entender el gran error que ha cometido. Entonces lo arrastrarás hasta el baño y con la punta de los tacones intentarás matarlo, pero sin éxito. Él es un hombre fuerte, más fuerte que tú, y probablemente te tirará al suelo y te arrastrará hasta la entrada del teatro, desde donde llamará a la policía.

Sentada en la celda, intentarás recomponerlo todo, imaginarás de nuevo el lugar en el que el ruiseñor estaba a punto de contestar a tu pregunta. Empezarás recomponiendo las montañas que se veían al fondo, con sus cumbres nevadas y sus laderas verdosas. Luego irás acercándote hasta el árbol bajo en el que estabas sentada, recreando todo con sumo cuidado, desde las hojas verdes y las flores hasta el agua del río y los peces que imaginaste debajo.

La hierba suave y larga sobre la que estabas sentada, la sensación dulce y acogedora de la brisa que erizaba tu piel. Por último, entrarás tú, empezando por tu cabeza, pasando por los hombros, los pechos, la cintura, las piernas, los pies e incluso los tacones que ahora ya no llevas puestos. Tras este enorme esfuerzo de concentración, una gota de sudor cae por tu mejilla, pero sigues firme, sentada con la espalda apoyada sobre los barrotes de la celda. Entonces llamas al ruiseñor, que obediente y discreto se posa sobre la rama del árbol que con tanto amor le habías preparado. Como antes, le formulas tu pregunta, nerviosa, cansada, impaciente por conocer la respuesta. Con el corazón palpitante y la mano cerrada en un puño pronuncias las palabras “¿Cuál es el camino hacia la libertad?”.

El ruiseñor te mira, te ve, y en sus ojos se puede distinguir al sabio que lo habita. Sin embargo, el ruiseñor se demora en su respuesta y empiezas a notar que algo te toca el hombro. Tus ojos están cerrados y no puedes abrirlos porque sigues esperando la respuesta. Allí afuera, tu cuerpo sigue notando esa cosa, esa mano grasienta que te zarandea el cuerpo como si quisiera tu atención, ahora, en este preciso instante. Tu mantienes la concentración en el ruiseñor, en las montañas, en los peces del río, en las nubes que hacen formas. Pero el ruiseñor se mantiene callado, mirando, en lo que ahora ya se ha convertido en un auténtico desafío, sin reglas, en el que sólo el más grande será capaz de alcanzar la libertad. En el exterior, tu cuerpo se mueve cada vez con más violencia, de tu frente y de tus sobacos caen gotas de sudor, y empiezas a notar la sequedad en la boca a causa del esfuerzo. Entonces, incapaz de seguir con aquello, abres los ojos y ves al guardia zarandeándote al tiempo que te pone agua en la frente y te sube a la camilla de la ambulancia.

Te despiertas y él sonríe, pero no le dura mucho la sonrisa. Llena de ira y frustración, le muerdes el antebrazo hasta que la sangre brota y tú puedes saborear el regusto de la derrota, que sabe a glóbulos rojos. Te levantas bruscamente e intentas escapar, sin zapatos, sin fuerzas, y te caes al suelo. Te retuerces, pero nadie entiende porque te retuerces, así que te sedan, te tumban en la camilla y te llevan al psiquiátrico.

Antes de dormirte por completo, haces de nuevo la pregunta. Ahora todo está oscuro, y en el centro de tu imaginación hay un viejo sabio y testarudo al que le gusta llevar a sus discípulos hasta el límite de sus fuerzas. Cuando menos te lo esperas, y antes siquiera de que formules la pregunta, él te mira fijamente y dice “La respuesta está en tu interior”. Tú, casi completamente sedada y agotada por el esfuerzo, sólo tienes tiempo para un último pensamiento: “maldito cabrón”.

Daniel Alonso Viña
9.2.21