I.

El año pasado, a esta hora de la tarde, la Torre Eiffel y sus jardines estaban vacíos. El coronavirus hacía estragos con el turismo internacional y lo más interesante que se podía llegar a ver por aquí eran perros intentando follarse unos a otros sobre el césped. Con esto no quiero decir que yo me sentase a observar esta maravilla de la naturaleza, sino que pasaba por ahí y era imposible no verlo.

Hoy, sin embargo, se puede comprobar que el atractivo de la Torre Eiffel no ha disminuido ni un ápice. Todo el mundo está de vuelta: los grupos de turistas, las familias latinoamericanas con padres bajitos y niños de color café que hablan castellano; las familias de alemanes de cabelleras rubias y un color de piel blanco enfermizo, con niños que llevan siempre el móvil en la mano y los AirPod en las orejas; los hombres de origen árabe y africano que se pasean con su cubo de bebidas alcohólicas frías y cigarrillos gritando incesantemente “¡wine, champagne, cigarretes!”. Me gustan estos hombres, porque se pasean con actitud resuelta y sin expectativas. Al llegar al final del jardín, se sientan con sus amigos, se fuman uno de sus cigarrillos tranquilamente, esperan un rato y vuelven a hacer la ronda al grito de “¡wine, champagne, cigarettes!”. Además, es divertido verles acosar a las parejas jóvenes de origen asiático; es como si sólo fuera cuestión de esperar. No se ponen violentos ni hablan demasiado, sino que, simplemente, no se van. Se quedan sentados muy cerca de ellos, mirando atentamente al hombre de la pareja. Entonces intentan hablar, pero la comunicación falla y muy pronto los dos vuelven al silencio más penetrante, todo mientras la chica se aprieta a su hombrecito y mira con desprecio al vendedor. Después de un rato, el vendedor se marcha enfadado, como si los enamorados hubiesen quebrantado alguna norma no escrita pero evidente.

También hay ponis paseando a niños. Son ponis pequeños y adorables que tiran de dos en dos de carros de apariencia refinada en los que sólo caben niños menores de diez años. Están en posesión de un hombre extraño, gordo, que fuma y escupe todo el rato. Son al menos seis ponis y siempre están esperando en la misma esquina, erguidos sobre la tierra o con la cabeza agachada rumiando la paja que les deja su dueño en el suelo. No me gustan ver a esos ponis ahí atrapados, pero no hay nada que hacer, los padres pierden el sentido común en cuanto los ven, y no piensan más que en la fantástica foto que le van a poder a sacar a su hijo (que, por otra parte, no se entera de nada) en un carro llevado por un poni triste y con la Torre Eiffel de fondo.

Entre todo este jaleo de jardines y toboganes y ponis y champagne, hay una cancha de baloncesto en la que chavales jóvenes y sudados juegan sin camiseta a intentar meter la pelota por el aro. Cuando el juego se intensifica y los jugadores se concentran alrededor de una canasta, el sudor salta como chispas de sus caras y sus pechos entrechocan en una orgía agresiva y extraña. Aquella tarde hacía calor, el sudor les caía a gotas de la barbilla y el ambiente era excitante. Era evidente lo importante y necesario que este deporte es para ellos, en la medida en que les permite distraerse de los problemas cotidianos y soltar unas pocas endorfinas, la droga de los deportistas. Desde un punto de vista naturalista también es interesante, ya que la violencia y el juego permiten el contacto físico agresivo pero cariñoso que de ninguna otra forma se hubiera podido dar entre varones.

Sin embargo, el ambiente aquel día era algo más cargado. Había un chico en la cancha que desentonaba completamente con el resto del grupo. Tenía pinta de ser nuevo. Llevaba una hora jugando y todavía no se había quitado la camiseta, lo que incomodaba claramente a los otros. Además, K, que así se llamaba el chico con camiseta, se comportaba como si estuviera por encima de ellos, era distante y miraba de forma agresiva a todo el mundo. Se tomaba las cosas muy en serio y le molestaba que los demás sólo quisieran pasárselo bien jugando al baloncesto. Les miraba de forma crítica y odiaba cuando alguien de su equipo se reía después de fallar un tiro fácil o un pase de lo más sencillo. De esta forma, la tensión en el campo de juego fue aumentando a medida que caía el sol.

Lo peor de todo, para el completo asombro de sus compañeros, es que K tampoco era tan bueno. En su equipo había varios mejores que él, pero esto no parecía importarle demasiado. A su modo ver, el valor de una persona como baloncestista no se medía por la calidad de su juego, sino por la seriedad con la que ejecuta sus acciones, y sobre todo, por la reacción que tiene ante sus errores. Si una persona se muestra silenciosa y preocupada cuando comete un error, entonces es mejor jugador que el que acierta. Esa era su teoría personal, heredada un poco de su padre, y que llevaba hasta sus últimas consecuencias.

En un momento dado, la tensión estalló. El protagonista de la afrenta fue uno de los chicos sin camiseta. Matías, que así se llamaba el chico, dio sin querer un codazo en la cara a K mientras saltaba para encestar la bola y hacer un mate. Matías metió el balón en la canasta, pero en vez de celebrarlo, se fue preocupado a ver como estaba K, el único chico con camiseta. Un momento antes de levantar el brazo para encestar la bola, Matías supo que iba a dar a K en toda la cara, pero algo sucedió en su mente que le impidió frenar el lanzamiento antes de que su codo impactase contra su cara. Podría haber tenido más cuidado, podría haber cambiado la dirección del codo, podría haber hecho tantas cosas para no darle… pero no, la trayectoria de su brazo siguió su curso normal sin importar que K estuviera delante suyo. Era extraño, porque en el fondo se sentía bien. Aunque sabía que lo que había hecho estaba mal, no podía evitar sentirse bastante relajado y contento de lo que se avecinaba.

“Lo siento mucho” dijo Matías de forma casi sincera, “¿estás bien?”.

“¡Joder!” dijo K, y se posó su mano cuidadosamente sobre el pómulo herido, tras lo cual se puso la mano delante de sus ojos. Al ver la palma de la mano llena de sangre, empezó a gritar.

“¡Pero serás animal!¡Mira lo que me has hecho!” Miró a Matías con una mirada muy tensa y crítica, mucho más que todas las anteriores. Matías no lo había hecho adrede, y por eso consideraba que la palabra “animal” no era necesaria. Además, fue K el que se quedó quieto como un palo mientras el otro le arrollaba con su cuerpo. Matías simplemente aceptó el desafío y le partió la cara. No hay por qué ponerse así. Tampoco le gustó mucho la mirada y la actitud violenta de K, pero trató de calmarse y no hacer caso.

“Amigo, ¿por qué no te sientas y descansas un momento?” le dijo por fin, “estamos jugando al baloncesto y estás cosas pasan. No lo he hecho a propósito...  A lo mejor, si hubieras estado un poco más relajado, no te habría hecho tanto daño… pero no, estabas ahí en medio, como una piedra, mientras yo iba directo hacia ti… ha pasado lo que tenía que pasar. El otro día nos pasó lo mismo con Timothy.”

Matías estaba fuera de sí, ¿qué le estaba pasando? normalmente él no era así, tan chulo y calmado al mismo tiempo. Fuera como fuese, estaba disfrutando con ello. En circunstancias normales, no habría dicho esas cosas tan desafiantes como “si hubieras estado un poco más relajado…”, pero no podía resistirse. La verdad es que ese tipo le sacaba de sus casillas. Decidido a seguir con la broma, se dio la vuelta buscando a Tim, que observaba alejado el intercambio de palabras y se asustó en cuanto le nombraron. Se podía palpar la tensión en el ambiente y él no quería estar en el centro de ese volcán a punto de estallar.

Sin embargo, Matías le atrajo hacia así, le cogió la cara y con un dedo le mostró a K el rasguño que tenía en la cara. “Mira aquí, ¿Ves? se hizo lo mismo que tú, pero no se quejó, simplemente le echamos un poco de agua y seguimos jugando. ¿Quieres que te echemos un poco de agua y sigamos jugando, o quieres seguir discutiendo por esta tontería?” Sabía que no debería haber dicho eso, pero no podía resistirse, le estaba empezando a parecer divertido ver cómo K parecía que iba a derretirse de furia.

Y es que, efectivamente, en aquel momento la cara de K estaba roja de ira y un poco de sangre. Estaba tan enfadado que las palabras se le quedaban atropelladas en la garganta. Con la mano todavía sobre la herida, empezó a gritar.

“¡Pero que dices!¡No me lo puedo creer!¡Y a mí que me importa lo que haya hecho ese pringado de Timothy!”. Tim se envaró como si estuvieran a punto de pasar revisión en el ejército. No le gustaba el protagonismo que estaba adquiriendo su persona en una discusión a la que nadie le pronosticaba un futuro pacífico. Al mismo tiempo, poder ver de cerca el pómulo hinchado y sangrante de K le daba mucho gusto. Prefirió no decir nada y K, viendo que él no reaccionaba, siguió hablando a Matías: “Lo que digo es que tú me has visto ahí esperándote para frenarte y, en vez de recular un poco, ¡no!, has tenido que venir a por mí. ¡Has venido a por mí! Has pensado ‘está es la mía, se va a enterar este tío’ y me has reventado el pómulo.”

K estaba a punto de ponerse a llorar de la rabia que le consumía y que no sabía cómo canalizar. También tenía un poco de miedo. Le gustaba la tensión, le gustaba mirar a la gente por encima del hombro y sentirse superior, pero no le gustaba pelear, no era bueno en eso, no lo había hecho casi nunca y las pocas veces que había tenido que llegar a las manos, había salido perdiendo. Además, el tío que tenía delante parecía dispuesto a pegarle fuerte si se pasaba mucho de la raya. Su semblante se transformó y empezó a llorar, no podía soportar la presión que le provocaba todo aquello. Estaba allí, sin amigos, rodeado de hombres fuertes sin camiseta dispuestos a pegarle a la mínima señal. Se sentía indefenso y en un instante fue consciente de su situación y se echó a llorar y a gritar “Dime que no es verdad, ¡dime que no es verdad que podrías no haberme hecho tanto daño!”.

Los dos se miraron en silencio durante un instante que pareció eterno. Matías no se inmutó, en su cuerpo no parecía haber ni un sólo gramo de compasión por aquel hombre.

Aquí tengo que echar el freno un momento, ya que hay un detalle que debería haber comentado antes de estar tan metidos en esta historia. La cancha de baloncesto estaba vallada. Tenía una verja de al menos dos metros de alto para impedir que el balón se fuese por todas partes mientras los chicos jugaban. Este detalle es importante, hacía que la tensión aumentase considerablemente en un momento así. Por un lado, estaban todos los chicos sin camiseta del lado de Matías, y por el otro estaba K, que intentaba mantener su mirada altiva y su actitud arrogante, pero que se veía poco a poco consumido por el dolor, el miedo y la sensación de estar encerrado en aquel espacio. Matías se mantuvo calmado durante todo este tiempo y después de la pausa para reflexionar, dijo:

“K, la verdad, creo que lo mejor que podrías hacer sería largarte de aquí. Te pido disculpas de nuevo, pero estás muy tenso y no piensas con claridad. Te he dado sin querer, pero no me gustas un pelo. Esa es la verdad.” Matías sabía que no debería haber dicho eso, él no era así, pero no había podido resistirse. Quería saber hasta dónde podía llegar aquel tipo llamado K.

“Pero serás cabrón…” y tras estas palabras K supo que no podría soportarlo más y comprendió que la única salida era la violencia. Tenía miedo, pero no veía otra forma de resolver esa situación que ya se le hacía insoportable. Levantó la mano, hizo con ella un puño y le dio a Matías en la cara todo lo fuerte que pudo. El resto de compañeros se lanzaron inmediatamente sobre él y, entre patadas y lamentos, le sacaron de la cancha de baloncesto y le lanzaron la mochila por encima de la verja.

K comenzó a huir arrastrándose por el suelo. Su pupila se llenó de un líquido salado que al caer se convirtió en lágrima y se mezcló con la sangre que salía de un hinchado pómulo. En el fondo, él no quería pegar a nadie. Pero no le habían dejado otra opción. Se acercó a duras penas hasta un árbol cercano y apoyó la espalda en el tronco. Mientras, se lamentaba entre dientes: “...Maldita sea, estos demonios... aaaah… pero qué se han creído… ¡no me dejaron elección!... yo sólo quería jugar con ellos, ¡sólo quería divertirme!”

II.

Desde que Timothy dejó de ser el protagonista de la discusión, intentó hacer todo lo posible por volver al anonimato de los segundos planos. No es un chico muy musculoso y ha aprendido a no entrometerse en asuntos que es mejor dejar a los hombres grandes y fuertes. En la cancha, se quita la camiseta porque quiere ser como los demás, pero lo cierto es que le da un poco de vergüenza.

Sin embargo, está vez se sentía distinto. Un chico con camiseta al que odiaba de forma irracional había pegado a Matías, su amigo del alma. No conseguía quitarse de la cabeza la frase del tío y el puñetazo que le había dado después. Intentaba no mirarle, pero no podía dejar de verle. Timothy seguía nervioso, excitado. Caminaba por la pista de baloncesto como si todavía tuviera que suceder algo. En el fondo, sentía rabia y una profunda insatisfacción por no haber puesto esa energía a buen servicio. Quería más, necesitaba más, ya no por Matías ni por K, sino por él, para satisfacer a su propio animal.

Entonces tomó una decisión, miró a Matías, que estaba bien atendido, y se dio la vuelta. Apoyado en el tronco estaba K, mirando todavía con odio y tristeza a sus enemigos. Abrió la puerta de la verja y se dirigió directamente hacia él, atemorizado pero seguro de que estaba haciendo algo importante para su vida. K le miraba, y fue este el primero en hablar cuando Timothy se acercó.

“Y tú, pringado, qué vas a hacerme ¿eh? Os creéis muy machos con vuestros pechos al aire, pero no sois más que una panda de nenazas”. Una sonrisa malvada se perfiló en su rostro ensangrentado. Timothy, como toda respuesta, le escupió. La saliva voló por el aire hasta terminar en la camiseta de K. Acto seguido, justo cuando el tipo empezaba a gritar “¡Pero serás…!” Timothy le dio una patada en el pómulo que no sangraba todavía. Luego se lanzó sobre él y le empezó a pegar. Para no haber peleado nunca con nadie, el chico demostraba verdadera pasión y arrojo en su tarea. K estaba indefenso y gritaba “¡no, por favor, lo siento, déjame! yo no he hecho nada, ¡déjame tranquilo!”

Unos instantes más tarde, sus compañeros le miraban asombrados. “¿Ese que está pegando una paliza a K es Timy, nuestro Timy?”, decía uno. “Sí, me parece que sí”, contestaba el otro. “Pues como siga así, le va a matar”, sentenció el primero. Antes de que la cosa degenerase más todavía, fueron a por él, le separaron de K y le mandaron a casa.

La agresividad más violenta a veces se revela en los seres más anodinos. Normalmente son individuos calmados y tranquilos, a los que la mayoría de las cosas les resbalan. Sin embargo, en ocasiones excepcionales, cuando nadie se lo espera, las chispas se acumulan en un punto sensible y en su interior prende la llama y su furia estalla en una bomba imposible de controlar. Yo me siento un poco así. Para ser sincero, nunca en mi vida he reaccionado de forma tan desenfrenada como Timothy. Sin embargo, a veces he estado a una sola chispa de convertirme en él, hasta el punto de poder observar que dentro de mí también existe esa ira irracional, animal, asesina, capaz de tomar el control y arrasar con todo si uno se atreve a soltar la correa. Es una versión de mí mismo que no estoy seguro de querer explorar, pero mentiría si no dijera que encuentro cierto confort sabiendo que está ahí, para cuando llegue el momento en que la necesite.

No había mucho más que hacer allí, el partido de baloncesto estaba cancelado, el ánimo estaba por los suelos y ya casi era de noche. Uno a uno, los chicos fueron poniéndose las camisetas, recogiendo sus cosas y desapareciendo por las bocas de metro y montados en las bicis. Los ponis hicieron su último paseo por los Campos de Marte y París volvió a la tranquilidad de la noche.

Daniel Alonso Viña

A 20 de agosto de 2021