(Arte de Lossapardo)

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El abismo
se abre paso
entre las ranuras del olvido.
Siempre.

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Debería haber dicho que no, pero es que soy así, raro, y no puedo resistirme, siempre acepto las misiones que no quiere hacer nadie más. Soy un burro sin conciencia, un amigo de las piedras, un lémur con cara de koala, débil y lento, amable y proactivo. Hay algo que me impulsa a levantar la mano cuando nadie más la levanta. Esta actitud, ya me lo advertía mi madre, va a acabar llevándome a la tumba. “¿Y qué?” la decía yo, “algún día tendré que ir a la tumba, lo mismo da un poco antes que un poco después”. Ella se exasperaba con mis respuestas de hijo testarudo y un poco temerario, no sabía que contestarme, y me dejaba en paz.

La tierra estaba seca, como siempre. Se podía ver desde la distancia. Me acerqué hasta allí en la barca que habíamos conseguido fabricar en la comunidad con la ayuda de un tipo de antepasados barqueros. Gracias a las historias que recordaba de cuando era niño, habíamos conseguido fabricar aquel armatoste de maderas cruzadas con forma y apariencia de barca.

Fui remando hasta encallar en la parte poco profunda. Descendí de la barca, metí los pies en el agua, agarré la pesada barca por un extremo y la arrastré hasta la arena seca. Ya en la playa, estiré los brazos y los hombros, y empecé a caminar. El plástico se colaba entre las falanges de mis dedos mientras paseaba al lado de una tortuga en estado de putrefacción, con la cabeza torcida y una red de pesca que había quedado enganchada entre sus patas. Un poco más lejos, las olas trataban de espabilar a una ballena que había quedado varada, pero el esfuerzo resultó inútil, la ballena pesaba demasiado. Parecía viva, porque se escuchan sus respiraciones entrecortadas y me encontré sin quererlo con su mirada agonizante.

Al otro lado de la playa, algunos árboles crecían solitarios. Más allá se podían ver edificios derruidos que servían de campamentos para los que quedaron allí. Al lado, un cementerio que el tiempo ha inutilizado. Las lápidas, al igual que los cuerpos soterrados, han sucumbido al poder de la naturaleza y el tiempo. Muchas estaban tumbadas y recorridas por enredaderas, y los años que aparecían tallados en su superficie eran casi imposibles de distinguir. Entre las ruinas se podía divisar algún ser humano, o lo que ha resultado de esa especie después de tanto tiempo.

El panorama era desolador. Intenté entrar en contacto con alguno de ellos, pero me resultó imposible. Traté de conversar con ellos en un idioma que pudiesen comprender, pero nada. Me contestaron con gruñidos incomprensibles, y triste comprobé que también entre ellos se hablaban con esos gruñidos guturales de los que no pude rescatar ni el más mínimo vestigio del antiguo lenguaje humano.

Cansado, harto, me aparté de ellos. Quería salir pronto de allí. Recogí unos cuantos plásticos útiles y regresé a la barca. Aquel lugar empezó a parecerme horrorosamente ajeno. Agarré la barca por un extremo y la arrastré hasta que empezó a flotar sobre el agua. Me subí, pero al instante comprobé que la barca había vuelto a quedar encallada por culpa de mi peso. Entonces pegué un grito.

¡Si es que mi madre tenía razón! pero cómo puedo ser así, tan estúpido, tan increíblemente estúpido. ¿Pero quién me manda venir aquí? siempre igual, siempre soy yo el que tiene que pringar con todas estas tareas ridículas. ¿Reciclar plástico? ¿Ahora? ¡Un poco tarde ya me parece a mí! Estúpidos. No pienso volver, la próxima vez que venga otro porque yo, yo no pienso levantar la mano ni decir una palabra.

Ahí quieto, parado en aquel lugar desolador, pero increíblemente tranquilo, observé la fachada una última vez. Intenté recordar, recordar y trasponer la imagen del recuerdo sobre aquella realidad gris, monótona y sin vida, pero no pude. El recuerdo de lo que fue la Tierra ya casi se había borrado de mi mente, y lo único que quedaba en mi cerebro era la sensación furtiva de aquel verde esmeralda y aquella arena fina y suave que me acariciaba los pies al pasear. Pero todo aquello venía a mi memoria sin imágenes.

Una sensación no es suficiente. Con sensaciones no se puede reconstruir un mundo. Así que me bajé de la barca, avancé hasta que el agua me mojaba las pantorrillas y me subí de nuevo. Esta vez seguí flotando, agarré los remos y a paladas surqué las olas de vuelta a casa.

Daniel Alonso Viña
26.4.21