Nunca supe
hasta que te diste media vuelta para irte
que tenías el más perfecto de los traseros.

Perdóname
por no haberme enamorado
de tu cara ni de tu conversación.

Leonard Cohen

Roque se ríe, pero es una risa nerviosa y exagerada. Tiene examen el lunes, pero está en el bar con sus amigos, bebiendo una cerveza especial. No le ha dicho nada a su madre para que no le obligara a quedarse en casa estudiando. Intenta no pensar en ello, pero la mente no es capaz de controlar sus propias ideas. Las preocupaciones del subconsciente se convierten en ideas para la mente consciente, y Roque no puede evitarlo. Así que sigue bebiendo con la esperanza de bloquear en algún momento los conductos que conectan estos dos mundos.

De momento, un sudor frío recorre su cuerpo cada vez que se acuerda del examen. Quiere quitarse la chaqueta de lana que lleva puesta, pero tiene miedo de tener los sobacos de la camisa mojados. Desabrocha un poco la chaqueta, levanta la cabeza y comprueba que nadie le está mirando. Entonces, de forma disimulada, se palpa los sobacos. Parece todo correcto ahí dentro. Se quita la chaqueta y la deja sobre la silla. La operación ha tenido éxito. Poco a poco vuelve a la conversación. Sus amigos están hablando del fin de semana pasado, cuando estuvieron en aquella discoteca y se pegaron con aquella gente. Roque no pierde la ocasión y aporta datos e imágenes que nadie más sabía porque se los ha inventado. Todos escuchan atentos y fascinados.

La gente se ríe y Roque está contento de que se rían. Se recuesta en la silla y bebe tranquilamente su cerveza. Con extremo cuidado se pasa la mano por el pelo y comprueba que su tupé sigue en perfecto estado. Está tarde, antes de salir, se ha preparado con esmero. Primero va al gimnasio y entrena durante un rato para que al salir se le noten más los músculos. Luego se ducha, se echa desodorante AXE y una colonia de Paco Rabanne que le regaló su madre. Se pone unos calzoncillos de Calvin Klein de su padre, unos pantalones vaqueros pitillos, una camisa de Ralph Lauren y una chaqueta de lana. Luego vuelve al baño, se echa colonia y se hace un tupé con gomina. Comprueba que lleva condones en la cartera. Los compraron hace un año él y su amigo en un supermercado mientras compraban alcohol y todavía no los ha utilizado. Pero nunca se sabe. Se pone su abrigo Carhartt y sale a la calle.

Camina rápido y cruza los semáforos en rojo, intentando salir lo antes posible de su barrio. No es el barrio más lujoso de la ciudad. La gente que vive por allí no viste como él, y a veces le miran raro. Llega al centro y queda con sus amigos en la plaza mayor. Les da vergüenza entrar al bar de uno en uno y prefieren quedar antes y caminar juntos hasta allí. Les gusta entrar como un equipo y sentir el calor de sus compañeros mientras cruzan la puerta del infierno.

Se acaba la cerveza que tenía entre las manos y se levanta a pedir otra. Mientras espera en la barra su teléfono empieza a vibrar. Alguien le llama. Saca el móvil y comprueba que es su madre. Prefiere no cogerlo y se mete el móvil en el bolso. Entonces vuelve a vibrar, pero esta vez sin ritmo. Su madre ha descubierto que tiene examen el lunes. Se lo ha dicho una amiga suya cuyo hijo está en la misma clase que Roque. Ella quedó en ridículo y ahora lo único que puede hacer es poner emoticonos rojos y enfadados en el móvil. Él mira la pantalla bloqueada y desconecta el internet para que dejen de llegar. El camarero pasó de él y Roque tuvo que insistir. Le pidió una cerveza y se fue al baño. Necesitaba mear la primera cerveza antes de empezar a beber la segunda.

Cruzó el bar y entró al baño. Tras la primera puerta, hay un lavabo, un espejo y dos puertas. Abre la puerta del baño de hombres y detrás hay un retrete en un espacio diminuto, y nada más. Cierra la puerta tras de sí con cierta dificultad, enciende la luz y empieza a mear. Huele a todo. Es el olor del bar, intensificado al máximo. El calor continúa ejerciendo presión sobre su cuerpo y se siente incómodo. La luz se apaga, y utiliza la mano que tiene libre para encenderla de nuevo. Sigue meando y se impresiona de lo mucho que tiene que mear. De repente ya no huele tan mal, cómo si el olor del bar se hubiera disipado. Piensa que ha sido el efecto de su meada embriagadora el que está embotando sus sentidos. Huele diferente, a suelo limpio que ha acumulado polvo durante mucho tiempo. Está borracho y no presta mucha atención.

Roque se coloca los pantalones y abre la puerta. Detrás no está nada de lo que cabría esperar. Hay una oscuridad penetrante que absorbe la luz y no deja ver más allá. Un pasillo oscuro de donde viene el olor a humedad, a limpio y viejo simultáneamente. Roque vuelve a cerrar la puerta, nervioso, no sabe muy bien qué está pasando. En el baño no hay más puertas ni ventanas. Respira hondo y trata de calmarse, diciendo que probablemente sólo haya sido una estúpida broma de su imaginación. Agarra el pomo y abre la puerta. Pero la oscuridad de antes sigue ahí. Un pasillo largo y del que no se puede ver el final se presenta ante él. No tiene otra salida, así que comienza a caminar por ese pasillo. No hay puertas ni ventanas, y no puede ver nada. Tantea con la mano derecha la pared para poder guiarse. Detrás, la puerta del baño se cierra y el espacio se vuelve negro y atosigante, como si un gran peso se abrazara a él y pusiera en cuestión cada uno de sus pasos.

De repente, la mano derecha deja de sentir la pared y toca el espacio vacío. Gira a la derecha y sigue caminando. Agudiza la vista y puede acertar a ver algo en la distancia. Es una luz, en la esquina entre la pared y el suelo. Una puerta. Se acerca ansioso. Abre la puerta. Detrás, un lugar diferente del que esperaba encontrar. Un viejo está sentado en un sillón raído por la humedad y el tiempo. De la cabeza calva del hombre salen unos cuernos de carnero. Hace frío, y el hombre tiene el cuerpo tapado con una manta de lana que le cubre las piernas y sobre la que tiene apoyadas las manos. El viejo está leyendo algo cuando Roque entra. Es un cuarto pequeño, lleno de libros amontonados en torres que parten del suelo. Algunas de ellas llegan hasta el techo. Una televisión vieja se apoya sobre tres pilas de libros, también hay un sillón vacío en frente del viejo. Sus miradas se encuentran y la mirada asustada del chico perdido contrasta con la mirada de reconocimiento y compasión proferida por el viejo carnero.

—Pasa— dice por fin.

Roque obedece y entra en la habitación. Detrás de la puerta hay un niño delgaducho y vestido con harapos que cierra rápido la puerta y corre a esconderse detrás del viejo.

—Siéntate— manda el viejo.

Roque no puede dejar de observar la cornamenta. Los cuernos prominentes surgen de forma imposible de la cabeza del hombre. Están incrustados encima de la frente con aparente naturalidad. Al final, Roque se sienta. A parte de esas protuberancias, tiene la mirada tranquila y no parece peligroso. Una luz miserable cuelga del centro del techo y cae tímida y dolorida hasta el centro de la habitación. Ilumina sus caras, los libros y el polvo cuyas partículas flotan como peces en el mar.

—No esperaba verte aquí hoy— interviene el viejo.

—¿Quién es usted y qué es este sitio? quiero volver al bar si es posible señor. Me parece usted un hombre de bien que no tiene intención de hacer daño a nadie y me gustaría pedirle que pare inmediatamente este truco de mal gusto y me deje salir de esta broma macabra. Por cierto, me llamo Roque.

El viejo no hace caso de las palabras de Roque y dice con tono grave:

—Creo que el lunes tienes examen y pensé que estarías estudiando en casa, no aquí emborrachándote con los machitos de tus amigos.

—¿Se puede saber quién es usted? —pregunta Roque perplejo ante el atrevimiento del viejo.

—Eso no es relevante…

—Claro que lo es—salta Roque— en tanto que es usted el que me ha traído aquí. Me da un susto de muerte y todo para decirme cosas que ya sé. Usted no tiene derecho a inmiscuirse de esta manera brusca en mis asuntos.

El viejo se mantenía impertérrito ante las aseveraciones de Roque. Respiró hondo y dijo

—Roque, no puedes copiar en el examen del lunes.

—Señor, está claro que usted no está en condiciones para mantener una conversación. No le permito que me acuse de esa forma. Ni siquiera mi padre puede hablarme así. Mi vida personal no le atañe para nada y no tengo porque recibir consejos de un viejo con cuernos. Explíquese mejor o me marcharé de aquí. — Roque estaba decidido, seguro de sí mismo, cabreado con el viejo que le había dado un susto de muerte para decirle que no puede copiar. Si necesita copiar el lunes para aprobar el examen, lo hará. Ante el silencio del viejo, Roque trata de levantarse, pero el viejo le mira y dice:

—Chico, puedo ver el futuro y te recomiendo que te siente— Roque obedece, atemorizado por el cambio en el tono de voz y la gravedad de su mirada.

—¿Entonces podría usted darme las preguntas del examen? — dice Roque recuperando su confianza.

—No es eso a lo que he venido— dice el viejo algo irritado— He venido a decirte que el lunes no puedes copiar en el examen. Si lo haces, tu vida cambiará para siempre. La profesora de biología es más lista y atenta que los demás profesores y tú eres un palurdo copiando. Tus chuletas son demasiado grandes y te pones nervioso con facilidad, miras para arriba todo el rato y cualquier estúpido que se fije en ti durante más de cinco minutos sabría que estás copiando. Ella te pillará, y te expulsarán del colegio. No puedes copiar en el examen del lunes. Si tanto te cuesta estudiar como parece, pues suspende, pero no copies. No esta vez.

Roque, indignado y atemorizado por las palabras del viejo con cuernos, se levantó de la silla. Desde arriba le dijo:

—no estoy dispuesto a seguir escuchando las palabras enfermas de un viejo desconocido.

Entonces se dio la vuelta. Se acercó a la puerta, miró al viejo y al niño que sacaba la cabeza por detrás del respaldo del sillón, y salió. Abrió la puerta y la cerró con la mayor celeridad, dando un portazo. Cuando abrió los ojos tras el golpe, estaba frente al espejo del lavabo, otra vez. Se dio la vuelta, abrió la puerta que acababa de cerrar, y ahí estaba el baño en el que había meado al principio.

Confundido y agotado, se acercó a la barra y pagó su cerveza, que ahora ya estaba caliente y sin espuma. Se sentó en su silla y, ante las preguntas de sus amigos, les contó lo que le había pasado. Ellos se rieron sin parar y cansaron a Roque. Le quitó un cigarro a uno de ellos y salió a la calle. Pidió un mechero en la terraza y se sentó en el bordillo de un portal con su cerveza y su cigarro, enfadado. No podía entender nada. El señor tenía razón, las chuletas que hacía eran grandes y cuando las utilizaba se ponía nervioso. Fumaba el cigarro con ondas caladas y bebía grandes sorbos de cerveza intentando pensar. Quizás todavía podía ir a casa y ponerse a estudiar. Pero se acordó del móvil y de los mil mensajes de su madre enfadada. Aunque fuera a casa, tendría que aguantar toda esa batalla que no le apetecía soportar. Dio una calada al cigarro, se bebió de un trago el resto de la cerveza y entró al bar, listo para cogerse la mayor borrachera de la historia.

Daniel Alonso Viña
7.12.2020