Soy un hombre loco desnudo en un pasto quemado
quiero ser el pensamiento que sobrepasa el milagro
el amanecer que haga llorar al más fuerte de los soldados
quiero ser un ángel de la guarda y eliminar el pasado.

D

VESO

Entre los árboles, en la distancia, se perfila la sombra de un monstruo. Su movimiento, lento, pero de grandes zancadas, me pone alerta. La tierra tiembla con cada uno de sus pasos. Yo estoy en lo alto de un árbol, observando su cuerpo redondeado, su piel llena de pinchos, su mirada de tres ojos que observa con precisión en la distancia.

He oído decir que su tercer ojo es el que le proporciona su mayor poder. Con él puede mirar los objetos inertes del mundo y descubrir su esencia, adaptarse a su forma de vida, y hablar su idioma. Puede comunicarse con las ramas de los árboles, los hongos, las ardillas o los pájaros, y preguntarles por el lugar en el que me oculto.

Nadie sabe a ciencia cierta porque no puede comunicarse con los humanos. Son los únicos animales en los que no puede penetrar. La gente del pueblo piensa que esto se debe a que estamos demasiado alejados de la naturaleza. Al vivir fuera de ella y sin contacto con el resto de seres, el monstruo no puede contactar con nosotros.

Yo no soy partidario de esta teoría. Vivo en la selva, con el pesado y molesto monstruo. Creo que los humanos estamos demasiado evolucionados, nuestra comunicación es demasiado compleja y el monstruo no es capaz de adaptarse a nuestro lenguaje.

Se comunica todo el rato con los animales. Para evitar que me capture, debo moverme más rápido que él. Cuando descubre mi posición, yo ya me estoy moviendo hacia otro lugar. Me escurro entre las ramas de los árboles o salto vuelo agarrándome a las lianas, haciendo sonidos guturales para confundirle y anular su poder. Otras veces me escondo bajo el suelo, donde nadie puede verme. La tierra es inerte, no tiene vida, y el monstruo no puede comunicarse con ella. Los granitos de arena no pueden hablar entre ellos, sólo pueden ser, en ese instante, y entre todos formar la tierra que piso.

El río es otro punto débil para el monstruo. Cuando estoy en problemas y sus manos están a punto de atrapar mi delicado cuerpo, me sumerjo en el río. El agua está fría, pero aguanto la respiración y me dejo llevar por la corriente.

Los sentidos del monstruo no pueden traspasar la corriente de agua, así que no puede saber dónde estoy, no puede verme, y no puede hablar con el agua. Es demasiado simple y esencial, formada sólo por la unión de partículas simples y flotantes.

El monstruo se enfada cada vez que entro en el río. A la mañana siguiente suele haber un círculo de árboles caídos y tierra revuelta alrededor de donde me vio por última vez.

En mi guarida estoy preparando un arma para matarlo. Llevamos bastante tiempo juntos, luchando cada noche. Se ha convertido en una especie de baile casi romántico, en un juego de niños que no saben que sujetan un arma cargada.

Duermo un poco durante el día, y por la noche no puedo hacer nada, tengo que alejarme de mi guarida y huir durante horas hasta que amanece. Pero ya estoy cansado. No puedo seguir así. He decidido que ya basta, y estoy fabricando un arco muy especial, hecho de la mejor madera, y unas flechas, que contendrán el peor veneno que pueda encontrar entre los animales de la selva.

Cuando tenga todo preparado, dispararé contra su ojo mágico y entonces, cuando su comunicación quede impedida y sea quede mudo, veremos quién es el más fuerte de los dos.

Subo hasta uno de los árboles, arranco un coco y bebo el agua de su interior. Son frutas extrañas que me dan la vida pero que también me hacen pensar largo y tendido sobre cómo han llegado a existir de una manera tan perfecta y conveniente para el ser humano. A veces siento que estaban esperando mi llegada, como una especie de sorpresa para el nuevo inquilino de la selva.

El veneno para las flechas lo he obtenido de una serpiente de cascabel, que estuvo a punto de matarme la última vez que me mordió. Tuve que ir al pueblo y conseguir una medicina. Estuvieron a punto de amputarme la pierna. Cuando volví a la selva, busqué a esa serpiente y la estrangulé con mis propias manos.

Sin pierna en esta selva no soy nada, hubiera muerto a los pocos meses, o peor, hubiera tenido que quedarme en el pueblo. O peor, podría haberme atrapado el monstruo.

No consigo entender las razones de que el monstruo me moleste de manera tan insidiosa. No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que había entre nosotros una relación cordial y amistosa. Pero un día, sin previo aviso, vino a mi guarida e intento matarme. A punto estuve de morir aquella noche. La guarida quedó destrozada. Al día siguiente, estaba construyendo una nueva cuando, caída la noche, el monstruo vino otra vez a visitarme. Tuve que salir corriendo dejando allí todo lo que había conseguido. Así aprendí a trabajar y dormir de día, para poder huir del monstruo por la noche y alejarlo de mi guarida.

Durante los meses de verano esto era relativamente sostenible, pero ahora que llegan los meses de invierno, el sol cada vez aguanta menos en el cielo. La noche y el monstruo vuelven cada vez antes, y cada vez por más tiempo.

El otro día fui a buscar a una serpiente como la que me picó, la robé el veneno y lo vertí sobre un recipiente. Ahora he metido en él todas las puntas de flecha que he preparado. Ya se está haciendo tarde, no queda más de una hora para que aparezca el monstruo. Encuentro una roca plana y me siento y cruzo las piernas.

Cierro los ojos, inspiro hondo, aguanto el aire en mi interior, cuanto hasta diez, y espiro lentamente. Repito esta secuencia varias veces y me dejo llevar, mis pulmones marchan solos, se alimentan del aire que les rodea con ritmo de metrónomo. Me concentro en mis ojos cerrados. Busco en los párpados formas y objetos, respuestas. En mis párpados aparecen sombras, de color claro, borrosas formas que se mueven por el espacio cuando yo muevo las pupilas.

Trato de seguir su rastro, pero no me llevan a ninguna parte, así que me entretengo viéndolas desaparecer. De repente, todas las figuras se volatilizan y el fondo de mis ojos vuelve a ser negro como el carbón. En mis párpados se perfila una figura que camina hacia mí.

Es el monstruo. Me sorprendo y estoy a punto de abrir los ojos, pero no puedo, el monstruo trata de comunicarse conmigo y la figurita en mis párpados se acerca cada vez más. Está corriendo hacia mí, desesperado, y en su mirada puedo ver el destello de una lágrima. Yo, irreverente, me concentro todo lo que puedo, hasta que consigo abrir los ojos. Salgo de esa experiencia como de una dulce siesta, preparado y listo para la batalla.

Ante mí se perfila el atardecer. El sol está a punto de caer entre las garras de la noche. ¿Qué es lo que quería de decirme el monstruo? No importa. Está tratando de confundirme. Seguro que está en su guarida preparándose para salir a buscarme.

Cargo las flechas envenenadas en la funda que he tejido con mis propias manos, me cuelgo el arco a la espalda y salto al exterior de la selva nocturna.

Me alejo de mi guarida para que el monstruo no pueda destruirla. Espero paciente en lo alto de un árbol lejano, desde el que puedo ver al coloso acercarse hasta aquí. En mis manos tengo el arco y la flecha, listo para disparar. Al lado de mi se posa un pájaro que no puede respirar. Me mira, fijamente, y a través de sus ojos puedo ver al monstruo. Entonces comienza a piar, muy fuerte, como si hubiera algo dentro que quisiera hacerlo explotar, una fuerza endemoniada. De repente, se queda en silencio y sale volando.

El monstruo está a punto de llegar, digo en voz alta. A lo lejos se ve su cuerpo moviéndose entre los árboles. Quiero matar a ese maldito monstruo. Destroza todo a su paso, y el bosque hace balance todas las mañanas de su destrozo. Yo salto entre las ramas de los árboles, me cuelgo de las lianas, directo hacía él. La adrenalina corre por mi cuerpo, me acerco cada vez más. Preparó el arco y saco la flecha, apunto, y me sigo acercando. Estoy a unos metros de él, doy un gran salto en el aire y cuando estoy sobre su cabeza, disparo.

Le he dado en el tercer ojo, en el ojo mágico. Pero sus manos están en el aire. Antes de quedarse sin visión, su mano atrapa mi cuerpo y lo agarra como un niño que se aferra a un juguete. Su mano atrapa mi cintura y no puedo salir de ahí. La flecha en su ojo le hace caerse hacia atrás conmigo de la mano. Los dos nos precipitamos contra el suelo. Su caída es mucho más estrepitosa que la mía. Grita desesperado, se ha clavado un tronco en la espalda.

Parece gravemente herido, pero abre los dos ojos que le quedan, y me mira. Yo sigo allí, presa de su enorme mano, incapaz de salir, tratando de alcanzar el cuchillo que tengo en el pantalón. El monstruo me mira, y yo le miro. Entonces me habla, pero no le quedan muchas fuerzas, se está desangrando:

— Yo sólo quería hablar contigo. Su voz suena clara y nítida en mis oídos, su lenguaje es el mío, y tiene un tono muy triste.

—Te perseguía sin parar, porque la vida necesita tu ayuda.

—¿Cómo? —pregunto yo. No entiendo muy bien qué está pasando. El monstruo puede hablar y está pidiendo mi ayuda. Esto no estaba en mis planes.

—Necesitamos tu ayuda, por eso te buscaba todas las noches, pero tú no podías escucharme. Ahora que he perdido el ojo que me conecta con la naturaleza, por fin puedo comunicarme con los humanos. Vengo a decirte que tienes que dejarte llevar, si sigues pensando que tu inteligencia es superior y que estás desconectado de la naturaleza, nunca podrás entender y hablar con el entorno que te rodea. Aquí, en el bosque, la vida necesita tu ayuda...

El monstruo deja de respirar, y sus otros dos ojos se cierran. Su mano pierde la fuerza que antes me agarraba y me caigo al suelo. Me levanto y subo por su brazo hasta su cara y empiezo a gritar:

—eeeeh! termina la frase, ¿qué es lo que quieres que haga? ¿por qué la vida necesita mi ayuda? ¿cuál es el problema? ¿Por qué no me has dicho esto antes? ¡Eeeeh!

El monstruo no contesta, yo estoy en el suelo, llorando, no entiendo lo qué está pasando. Entonces, de la nada, un asteroide cae sobre la Tierra desde el espacio, y me muero en un instante súbito y genial. FIN.

Daniel Alonso Viña