Por el camino de la amargura y hasta lugares en los que el hombre no sabe qué hacer, pasean gentes vestidas de blanco y negro. Pero esto no tiene importancia.

No puede haber nadie que no sepa bailar como los dioses del olimpo,
como las puertas abiertas del olvido se abren las fauces del demonio
dispuestas a comer de un bocado todo lo limpio
soledad y mito que nadie podía comprender  
sólo aquel niño
el niño que surgió de la nada,  
se metió en mi cerebro y me dijo

—No intentes huir, es inútil. Si quieres salir de este agujero, debes encontrar la paz en el sufrimiento.

—pero este dolor no es normal. ¡Necesito ayuda!

—No! ¡Todavía no!  —me decía el niño — Ten paciencia, quédate conmigo, dame la mano.

Con gran esfuerzo me levanto y le doy la mano al niño. Comenzamos a andar hacia delante ¿Hacia dónde vamos? Me pregunto. No lo sé, me contesto a mí mismo, y tampoco importa. Vamos en línea recta, el niño anda y yo ando con él y nos movemos los dos hacia el mismo sitio. Pero el cansancio quebranta mi voluntad poco a poco.

—No puedo seguir! Me duele todo— digo, y me pongo a llorar.

—Mis rodillas no quieren andar! —digo, y me caigo al suelo de rodillas.

— mis tobillos no quieren andar, mis caderas no quieren andar, yo no quiero andar! —digo, y sigo llorando, de rodillas, clamando al niño para que deje de andar. Mis ojos llorosos a la altura de sus ojos de mirada impasible, joven, impertérrita.

—Niño! — le digo— no me obligues a seguir. — Pero no parece convencerle en absoluto mi debilidad.

—Te digo que tenemos que seguir! —me dice el niño. Esta muy serio, tiene la voz más grave que antes.

—Si no seguimos, ambos moriremos aquí. ¿Acaso es eso lo que quieres?

—Si! — respondo yo desesperado —No quiero seguir, no quiero seguir, no me quedan fuerzas, ¡el dolor es demasiado grande!

—Vamos! — me dice el niño un tanto desesperado, perdiendo un poco la compostura que poseía hace un momento— No me hagas esto! —y el niño se pone a llorar también, de rodillas, conmigo, en el suelo los dos. Nuestras manos se juntan y ambos sufrimos juntos el dolor. Tiene la cabeza agachada y llora. A él tampoco le quedan fuerzas. Ya no puede seguir, ya no quiere seguir. Se está rindiendo, y vamos a morir aquí los dos dentro de poco. Está bien, no pasa nada, no todos los hombres superan esta fase, esta caminata en medio de la nada, esta incertidumbre, este desasosiego. No todos consiguen sobrevivir.

—¿Hacía donde nos íbamos? — le pregunto al niño que se desvanece entre mis brazos.

—Vamos! — grita de nuevo el niño— Deja de hacer tantas preguntas!, deja de quejarte, levántate y vamos. Tenemos que seguir caminando, no podemos quedarnos aquí. — dice el niño mientras su voz se atenúa y su cuerpo va dejándole libre —No podemos quedarnos aquí...— dice el niño, y solloza de nuevo.

—¿Quedarnos dónde? ¿Dónde estamos? No se ve nada, nada se distingue, todo es extraño, es imposible saber nada aquí. — sigo insistiendo, a ver si consigo respuestas del niño moribundo.

—No lo sé! ¡No lo sé!  — grita en un último esfuerzo el niño. —No sé dónde estamos— y se acuesta en el suelo, acurrucado y haciendo un ovillo con su cuerpo. En un último susurro dice — Tenemos que irnos de aquí, tenemos que escapar de… — y entonces cae en un sueño profundo, infinito.

—¿De qué? —pregunto yo. — ¿de que debemos escapar? — pero el niño ya no responde. Alrededor no hay nadie, no hay nada, ningún peligro. Estamos sólo nosotros.

Entonces me quedo allí, quieto, sentado, observando, escuchando la respiración del niño y la mía. De repente, mi cuerpo comienza a vibrar, mis nervios se desatan, mi ansiedad explota, me absorbe el pánico y una clara sensación de peligro. Mis instintos me acribillan con sus gritos. Tenemos que salir de aquí. Cuanto antes.

—Niño levanta! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Rápido!  —zarandeo el cuerpo del niño, pero este no se mueve, sigue dormido, incapaz de despertarse. Está demasiado cansado.

—Despierta por favor! Tenemos que irnos de aquí… —me deshago en un sollozo desesperado, mientras trato de despertar al niño de su eterno letargo.

—Vamos, por favor, niño, tenemos que salir, algo está viniendo, no sé qué es, pero viene a por nosotros. — sigo hablando a la nada, balbuceando cosas sin sentido, tratando de encontrar la salida, bloqueado en mi corazón y mis pensamientos. Nadie me escucha, el niño está dormido y la estancia infinita sigue vacía, con nosotros en su aparente centro, aunque todo en este espacio infinito parece ser el centro.

Mi cuerpo se zarandea de nuevo, una fuerza nueva voraz que proviene del interior de mi alma me sacude. Mi indecisión se convierte en tenacidad, mi miedo en valentía y mis dolores en nueva fuerza rejuvenecedora. Me levanto, cojo al niño en brazos y empiezo a correr hacia delante. Simplemente hacia delante. Donde pongo la mirada es hacia delante, y hacia allí es donde vamos. El niño en mis brazos y yo, corriendo lo más rápido que me permite mi débil cuerpo. Huimos del monstruo, que ve su suculenta presa huir despavorida hacia lugares que ya no son su territorio.

Daniel Alonso Viña
10.9.2020