De los besos
solo quedan
los regalos del viento
sobre la piel suave del recuerdo.

D

—Siempre me dices lo mismo, pero luego me miras con esos ojos de cordero, y no sólo soporto.

Ella, en ropa interior y camiseta, hablaba conmigo, pero su voz no llegaba hasta mis oídos; estaban taponados con la cera del amor. Yo miraba su pecho con ternura mientras ella me gritaba y me apuntaba con el dedo de la mano derecha mientras con la izquierda sujetaba un cigarrillo que se consumía sólo, sin que ella lo fumara porque no tenía tiempo. Su mirada furiosa crecía ante mi espíritu tranquilo, yo quería que parara, darla un beso, ir a la cama, pero esa noche ella sólo tenía odio reservado para mí.

Se hartó de mí sonrisa esmaltada de terciopelo de Turquía, y apoyo la parte caliente del cigarro sobre el muslo desnudo de mi pierna. Yo salté de mi sitio y grité de dolor, a lo que ella contestó con sonrisa triunfante. En realidad, no había apoyado la parte caliente, sino el filtro. Ella se ríe y comienza a hablar, yo he vuelto a la realidad y mis oídos escuchan de nuevo.

Yo me siento lentamente en el sofá y sonrío de nuevo. Ella da vueltas, loca de furia, grita, salta, aporrea la mesilla del salón haciendo saltar el cenicero, da una patada al radiador, todo porque no quiere irse.

En el salón, yo estoy sentado en el pequeño sillón y en el que escribo estas palabras rápido y sin pensar demasiado. Estoy en ropa interior y tengo un poco de frío porque estamos casi en invierno y no tenemos mucho dinero para calefacción.

Ahora ella está en silencio, mirándome, y tengo miedo. Da una vuelta a la mesa del salón, y luego otra, y otra, pensando algo. No sé lo que le pasa, y no sé cómo ayudarla. La he preguntado, pero no me contesta, o me contesta cosas que no tienen nada que ver. Sigue fumando el mismo cigarrillo que antes, pero ya no le queda nada que fumar. Sostiene el filtro como si no pasara nada. Me está llenando el salón de un humo asqueroso que no se quita fácilmente, pero prefiero no decírselo.

Ahora sostengo sobre mi regazo un libro abierto, pero no puedo leer, su forma de moverse y de pensar son demasiado sensuales y me distrae. Me deleito tratando de guardar todos los detalles de su cuerpo en movimiento, el balanceo de sus pechos, la tensión que se crea en la cadera derecha cuando apoya la pierna derecha y el glúteo izquierdo se relaja. Sus manos se mueven ahora por el espacio siguiendo el ritmo de su pensamiento, en barridas y recogidas del humo que hay en el aire, subiendo y bajando, como invocando algo, tratando de traer algo a la vida que antes no estaba aquí.

—En el centro de la tierra no hay espacio para los dos.

Eso es lo que le había dicho antes de que se pusiera así, pero no hay forma de solucionar este problema, no hay porque ponerse así.

Mientras escribo se me ocurre una solución, temporal, para paliar nuestro problema. Cojo su vinilo preferido y llevó la aguja hasta su canción preferida. Empezamos a bailar al ritmo de la música, cómo dos jóvenes drogados en una discoteca a las cuatro de la mañana.

—Todo el mundo tiene un sueño, pero con el tiempo lo entierra en el centro de la tierra, se dan por vencidos, y no saben que perder esa batalla, les va a costar la vida. Pienso eso mientras bailo. Quizás es eso por lo que está enfadada.

Bailamos pegados el uno al otro, mi mano derecha sobre su cintura y mi mano izquierda en lo alto de su espalda. Ella me agarraba el hombro por debajo del brazo y su cabeza estaba apoyada sobre mi pecho. Así estuvimos un rato, sin decir nada, sin mirarnos, nada. Dábamos vueltas como dos enamorados invisibles.

La policía empezó a llamar a la puerta. Ella no parecía escucharles, y yo quería hacer como que tampoco les escuchaba, pero al cabo de unos minutos, sus golpes y vejaciones se intensificaron. Éramos felices, en aquel instante, estábamos en paz, pero el mundo se esforzaba en estropearnos la velada. Dejé a la chica bailando sola y fui a atender a los agentes.

Abrí la puerta y hablé con el policía, le expliqué mi versión de los hechos y a todas sus preguntas contesté amablemente:

—lo siento, pero desafortunadamente tengo una laguna con respecto a esa parte de la historia y el detalle sobre el que usted me interroga no forma parte de mis recuerdos.

Le dije la calle en la que había sucedido todo, me dio las gracias y se marchó.

Volví dentro y ella seguía allí plantada, pero yo ya no tenía fuerzas. Me senté en el sofá y empecé a fumar de sus cigarrillos. Mi intención era fumar mucho y muy rápido y morirme pronto para poder ver a Dios y hablar con él de ciertos temas.

Pero ella no me dejó. Empezó a contarme cuentos sobre príncipes, princesas y monstruos malvados cuya tarea era alejar al príncipe de su princesa. Me dijo que a nosotros nos pasaba lo mismo, pero en este caso yo era la princesa y ella era el príncipe.

Yo la escuchaba atento mientras fumaba sin parar, intentando llenar los pulmones de esa cosa negra hasta morir. La verdad es que ella tenía razón, yo era sin duda una princesa que necesitaba un príncipe que la rescatara. Estaba atrapado en una torre muy alta en la cima de una montaña, y un dragón me protegía del mundo, evitaba que nada del exterior se acercará a mi frágil ser de porcelana.

El dragón eran mis sentimientos de superioridad, que me impedían llegar hasta los demás y poder tocarles de verdad. En la torre estaba acurrucado mi ego, temeroso de salir, ver el mundo y desaparecer. Ella, el príncipe, venía del mundo exterior para rescatarme, pero era difícil de matar. A veces, cuando estaba a punto de llegar hasta la torre donde la esperaba tímidamente, el dragón rugía con todo su poder y escupía de sus fauces un fuego que amenazaba con destruir hasta sus pensamientos. Ella, el príncipe, tenía que escapar y volver al mundo externo.

Así pasábamos los días, encerrados en aquella habitación, luchando una batalla histórica sin que nadie se diera cuenta. Excepto el vecino de enfrente. El resto del mundo estaba ciego, sordo, en nuestra batalla. Esta historia no va a aparecer en los libros ni en los manuales sobre cómo luchar contra Dios y ganar la batalla, por eso lo escribo. Ella hace café mientras yo redacto esta valiente hazaña.

Me muero pensando en ti con tu móvil o en el ordenador, en la cama o en el sofá, o en el baño, leyendo las palabras salidas de la mente de un pobre y engreído servidor, que piensa que su mente es oro y su mierda también, y que no se baja de la torre pese a tener delante suyo a la única mujer que ha puesto la armadura del príncipe para intentar salvar mi cuerpo de la lujuria del Edén.

Daniel Alonso Viña
19.10.2020