Arte de autor desconocido.

En este mar de abrazos
hay un cuchillo
atravesando mi costado.

Robi es un elefante. Robi se sentó en el sofá y se puso a pensar. Le daba vueltas a un asunto común que todavía no habíamos conseguido resolver. Soy una persona paciente y comprensiva, y le dejé hacer. Quiero que se sienta parte activa de esta investigación, aunque sea yo el que hace la mayoría del trabajo.

Pero paso un rato y Robi seguía ahí sentado, cavilando. Tenía su enorme trasero sumergido en el sofá y la pezuña sobre la cara, en actitud concentrada. A veces me miraba de reojo, como si buscará en mi la respuesta. Yo intenté adivinar en sus gestos alguna indicación de que había finalizado su reflexión. Tras media hora más en esta misma posición, me aburrí tanto que le dije:

—¿De verdad necesitas tanto tiempo para resolver una incógnita tan sencilla?

Robi volvió a la realidad, giró la cabeza sorprendido y me dijo:

—¿Perdón? He resuelto la incógnita hace tiempo. Estaba esperando a que la resolvieras. Eres tú el que tiene el cerebro pequeño y pensé que necesitarías más tiempo para procesar toda la información.

—¿Yo?— contesté irritado— Eres el que tiene el cerebro grande y lento. Yo no necesito más tiempo que tú para pensar, querido compañero. Estaba esperando a que tú acabarás de pensar con ese cerebro tan enorme que tienes.

Él me miró, claramente ofendido. Puso su enorme pata encima de la mesilla de cristal y adquirió un ademán autoritario.

—Entérate, este cerebro no tarda más, sino menos en pensar. Tenemos muchas más neuronas que vosotros. Por eso yo estaba esperándote a ti. Porque con esa deficiencia de neuronas tiene que ser harto difícil procesar la información. Mi cerebro, por su parte, estaba practicando el arte de la paciencia con un ser inferior, porque así me enseñó a hacer mi madre cuando era niño.

Me enfurecí al oír esto y en un intento desbocado por recuperar mi dignidad le dije:

—¿Tu madre? Ah sí... ¿no será esa que vagaba por el desierto y que ni siquiera era capaz de hablar?

No debí haber dicho eso. El elefante perdió el control un poco más y colocó las dos patas delanteras sobre la mesilla de cristal. No creo que aguanten, pero tampoco se lo voy a decir ahora, pensé. Ten cuidado, debí decirle, pero estaba enfadado con él y no se lo dije. La mesa, por otra parte, no se rompió todavía, parecía aguantar con prestancia el peso del elefante.

—No vuelvas a mentar a mi madre de esa manera nunca más. Ya hemos tenido está discusión antes. Mi madre me enseñó el mundo sin necesidad de hablar. ¿Para qué sirven las palabras? No han hecho más que destruir el mundo desde que las inventaron los humanos. Nosotros antes respetábamos la Tierra, y las palabras nos sobraban. Tuvimos que volver a utilizarlas cuando vosotros estuvisteis a punto de destruirla. Muchas palabras y mucho desarrollo, pero ¿de que os sirvió? Ahí estabais tan tranquilos con vuestros televisores y vuestras casas construidas sobre un suelo que no os pertenece. Y los coches y las fábricas y los residuos y ... no me hagas hablar. Ya hemos discutido esto antes y sabes que no tienes razón, así que deja de empecinarte... Yo estaba muy bien en silencio recorriendo el desierto cada invierno con mi familia, hasta que tuvimos que aprender a hablar.

El viejo elefante se cansó de hablar. Es viejo y ha vivido mucho. Está harto del mundo. Retiró las pezuñas de la mesilla y se recostó de nuevo, dando la conversación por terminada. Sin embargo, yo no había terminado. Hoy estaba más cabrón que de costumbre.

—Al menos nosotros lo admitimos y tratamos de arreglarlo. Vosotros, sin embargo, os quedasteis callados hasta el último segundo, mientras compañeros de vuestra especie morían a manos de los chinos y su obsesión con el marfil de vuestros cuernos... Hasta nosotros estábamos horrorizados y tratamos de pararlo. Cobardes.

Creo que esta última palabra tuvo el mayor efecto. Robi se revolvió en su asiento y apoyó sus pezuñas en el frágil cristal, que tembló inseguro bajo su peso.

—¡Jefa elefante nos impidió abrir la boca! ¡Nos dijo que vosotros les rescataríais, que era impensable que la humanidad dejase que unos animales tan inocentes y sabios murieran degollados por la avaricia de algunos de vosotros!

Tenía lágrimas en los ojos. Quitó las patas de la mesa y apoyo la espalda en el sofá. En un arranque de furia contenida, golpeó la mesilla con la pata derecha. El cristal cedió y se rompió bajo su peso, atrapando la pata entre sus pliegues. Cuando Robi intentó sacarla, se cortó. Se hizo unos cortes muy feos de los que empezó a chorrear sangre por la habitación.

Me quedé mirando contento mientras el elefante se intentaba quitar los cristales de la pata. Nuestra espera se estaba alargando más de lo previsto y ya deberíamos estar en otro lugar, fuera de aquí. Llamé al servicio del hotel y vinieron cargados con alcohol, betadine y pinzas. Mi compañero lloraba como un niño mientras yo gritaba a las enfermeras:

—¡Qué vergüenza! ¿No os parece una vergüenza? ¡Es una vergüenza! La discriminación hacia los elefantes todavía sigue presente y es terrible. ¿Ustedes creen que está mesilla de cristal es adecuada para un elefante? Yo os lo diré: ¡No! Es perfecta para vuestras pequeñas y precisas manos, para apoyar a gusto vuestros débiles cuerpos, pero nunca soportarían las pezuñas de un animal digno como el elefante, que lleva sufriendo faltas de respeto y odio desde hace tanto tiempo. ¡Ya basta! Espero que esto no vuelva a suceder.

Me senté en la silla y pedí un whisky con hielo a una de las enfermeras que atendían a Robi. Estaba bueno, tenía un tono afrutado, pero no demasiado dulzón, exceso que suelen cometer este tipo de whiskies en su elaboración. Al otro lado de la estancia mi compañero gritaba por el dolor de sus heridas inundadas en alcohol etílico.

El teléfono empezó a sonar. Eran de la central, preguntando por nuestra situación. Teníamos que haber salido de allí hace un rato. Un transbordador nos esperaba al otro lado del lobby del hotel para llevarnos de vuelta a casa. Yo eché una mirada al panorama, fruncí el ceño y respondí que estaríamos sin más tardar en media hora. El tipo al otro lado me reprendió por la tardanza y me colgó el teléfono. Bebí el resto de mi vaso y dije:

—Maldito elefante. No me das más que problemas.

Las enfermeras se habían marchado y habían dado la botella de whisky a Robi, que se había quedado dormido o inconsciente. Teníamos que salir de ahí ya.

—¿Y ahora que hacemos contigo? Tenemos que marcharnos de aquí, ya. Sino no podremos salir de este hotel hasta mañana. ¿Entiendes algo de lo que te digo?

Y le di una palmadita en su cara rugosa, pero parecía completamente inválido. Me senté de nuevo. Media hora, le había dicho al tipo, y ya habían pasado diez minutos. Sólo tenemos que llegar hasta el otro lado de la calle, pensé. No puede ser tan difícil. Cogí el teléfono y llamé de nuevo al servicio del hotel.

—Si, hola. Quiero que envíen personal suficiente para sacar al elefante de la habitación 253 del hotel. Ahora.

—El transbordador al otro lado de la calle, ¿es suyo?

—Joder, ¿ya están ahí?

—Eso me temo, señor.

—Pues dense prisa. No tenemos todo el día. Si no duermo hoy en mi casa le haré a usted personalmente responsable.

—Sí, señor. Lo que usted pida, señor. En dos minutos tendrá a mi gente arriba.

—Eso espero.

Y colgué. No estaba de humor para cordialidades. Quería volver a casa y dormir en mi cama. El personal no tardó en llegar. Vinieron las enfermeras de antes y algunos sirvientes, con lo que hicieron unas diez personas. Yo estaba de más así que me limité a dar órdenes y dirigir a la gente que llevaba al elefante en brazos. Sacamos a Robi de la habitación y lo metimos en el ascensor, donde entraba de milagro, debido, como no, a la discriminación que siguen sufriendo estos pobres animales en esta supuesta sociedad moderna e igualitaria. Con gran dificultad el personal sacó al elefante del ascensor mientras la puerta pugnaba por cerrarse a cada segundo. Después lo levantaron y lo llevaron hasta el transbordador, justo a tiempo para salir de allí. Llegamos hasta la estación espacial y allí unos compañeros y yo le arrastramos hasta un colchón raído que había en el suelo de un trastero. Exhausto, me acerqué al bar y me bebí un vaso de whisky y otro de agua. Después me fui a casa.

Si uno se descuida, el trabajo poco a poco va consumiéndolo hasta que se hace viejo y no es otra cosa que las horas que pasa en la oficina. A ver si mañana el día mejora y me cambian de compañero. Siempre me digo esto antes de dormir, pero las cosas son siempre iguales cuando me despierto. Aun así, me consuela descubrir dentro de mí la esperanza de una vida diferente. Me gusta tontear con la posibilidad de que quizás mañana suceda algo que acabe con la monotonía. Pero soy demasiado cínico y pronto se me acaban las fuerzas. Me enfado conmigo mismo mientras pienso en todas estas contradicciones, hasta que cierro los ojos y me duermo.

FIN

Daniel Alonso Viña

11.1.2021