Cómo todos los fines de semana, un niño jugaba al escondite en la casa de campo de sus abuelos. Se metía por todos los recovecos, intentado hacer el menor ruido posible para que su abuelo no le descubriera. Sin embargo, su abuelo tenía una especie de instinto, una sutil paciencia y unas orejas de animal salvaje, cómo de lobo solitario, que le permitían escuchar hasta el más mínimo movimiento. Por muy bien que se escondiera el niño, su abuelo siempre le encontraba con total facilidad.

Un día, queriendo poner las cosas lo más difícil posible a su abuelo, el niño se escondió dentro de un armario viejo en la habitación de sus padres. Se metió hasta el fondo, muy al fondo, aunque tuviera miedo, y se quedó quieto, muy quieto. Además, relajó su respiración para que tampoco hiciera ruido. Entre tanto, encendió su linterna y empezó a examinar el escondite. No había nada, sólo ropa vieja de sus padres y algún disfraz extraño. Cuando estaba a punto de apagar la linterna para concentrarse en su silencio sepulcral, descubrió en la pared del armario un relieve, casi inexistente, que sobresalía a la altura de su cabeza. Lo examinó con los dedos, y de tanto tocarlo, aquella pieza se abrió como una tapadera hacia abajo. Detrás apareció una carta.

El niño saco la carta y, en su interior, leyó esto:

Entre tu cuerpo y el mío
había un hueco enorme
de una distancia insalvable,
invisible a las miradas curiosas de la gente.

Entre tu cuerpo y el mío había un hueco. En el buscaba sin descanso la solución a todos nuestros problemas. El sustituto de todas nuestras riñas y peleas. En ese espacio había aire y tierra y pájaros volando entre los árboles, y todo un mundo que yo no era capaz de comprender, por el que no me atreví nunca a caminar.

Robarte ese espacio fue una de las cosas más difíciles que hice en la vida, y ahora me arrepiento, porque ya no hay nada. Estamos unidos para siempre y las cosas han cambiado, la tierra ya no me mira con los mismos ojos y la luna se oculta tras las nubes cuando me acerco a saludar.

He buscado aquel espacio por todas partes, en lo alto de montañas, en el interior de volcanes, y hasta en el fondo tan oscuro del océano. Pero no está. Ha desaparecido, y ahora estamos aquí quietos, mirándonos el uno al otro esperando algo. Un silencio, una mirada, una palabra que pueda traer de nuevo aquel hueco que tanto odiábamos. Y nada, nada, nos devolverá aquel espacio efímero entre nuestros cuerpos.

Si tuviera otra oportunidad para vivir, de seguro que no volvería a cometer los mismos errores. Entre estos, jamás volvería, sin ninguna duda, a eliminar con tal descaro aquel hueco que nos unía.

Con amor,

Charlie.

Daniel Alonso Viña
02.11.2020