(Arte de Clement Louis)

Amárrate fuerte
Que nos vamos
De este caminar.

.

D

Estaba en casa, solo, tirado en la cama de mi habitación, pensando en cómo acelerar el proceso hacia el fin del mundo. Entonces empezaron a pasar cosas y salieron cosas de mi pecho, hasta que una masa negra se retorcía en el suelo de mi habitación. Había algo dentro que intentaba salir y deshacerse del envoltorio que lo atrapaba. Tras unos golpes, el envoltorio negro se rompió, y de la grieta salió una babosa de color negro cobrizo, asquerosa, que dejaba una baba verde repugnante al moverse. Se encaramó a la pared y se subió al techo, donde estableció su lugar de descanso.

Durante semanas no dejé entrar a nadie. Compré un cerrojo y una llave que tenía siempre colgada al cuello. Esquivé con maestría las preguntas de mi familia sobre este nuevo cambio de actitud y conseguí tener una vida medianamente normal. Aquella cosa no se movía de su lugar en el techo. Parecía una fruta madurando o una flor a punto de abrirse. Cada día el exterior estaba más seco y a ratos se caían trozos que se desmenuzaban como las hojas en otoño.

A la tercera semana, un lunes, volví a casa para comer. Abrí la puerta y agucé el oído. Un ruido fuerte salía de mi habitación. Me arranqué la llave del cuello y corrí por el pasillo hasta mi habitación, abrí la puerta y, por lo visto, el bicho había eclosionado. Se había transformado en una mariposa de un color negro mate con puntos azules en sus alas. Era de una belleza abrumadora. Cerré la puerta detrás de mí y me quedé a solas con ella, observándola mientras ella me observaba. Sus largas antenas recorrieron mi cuerpo y me tocaron la cara, los pómulos y las orejas. Creo que me reconoció. Voló hasta mis hombros y pronunció en mis oídos un sonido extraño que no pude entender, pero que comprendí de alguna forma. Aquella cosa me quería.

Me llené de regocijo y fui a enseñarle mi nueva mascota al resto de la familia. Contra mis expectativas, ellos se mostraron distantes y confusos, y acabaron por quejarse de que hubiese metido esa cosa en casa sin autorización. Volví a mi habitación y decidí que no necesitaba a nadie para ocuparme de aquel animal. Al cabo de unos días, con ocasión de un trabajo de la escuela que debíamos hacer en parejas, una chica vino a mi casa y entró en mi habitación. Obviamente, aunque se esforzó por disimular, no pudo evitar preguntarme por la enorme mariposa.

—¿Qué es eso? — me preguntó. Yo había esperado una reacción diferente, así que contesté como si no supiera de lo que estaba hablando:

—¿Qué?

—La mariposa negra que tienes ahí— me dijo.

—Ah, sí— dije— nada importante.

Hicimos el trabajo en muy poco rato y, antes de irse, dijo:

—Oye, esa mariposa es realmente impresionante— esa es la frase que yo estaba esperando.

—Habla—dije.

—¿Habla? — me preguntó ella.

—Sí.

—No lo sabía— dijo ella y luego me preguntó —¿Y qué dice?

—No lo sé. No la entiendo. La comprendo, pero no sé qué dice. Siento que estamos conectados y por eso no hace falta que hablemos el mismo idioma. Su tono de voz y su forma de entonar me dan una pista sobre lo que quiere decir, y eso mezclado con nuestra conexión telepática crea el mensaje.

—Ah— dijo ella como toda respuesta.

Empezó a guardar sus cosas en la mochila. Se puso la chaqueta y antes de salir se dio la vuelta, me miró a los ojos y dijo:

—¿Y no piensas que esa cosa quizás quiera salir de aquí?

—No—contesté yo con voz grave y de forma rotunda— Ni hablar. No podría hacer eso. Además, ella no quiere salir. Me lo ha dicho.

—Pero es demasiado grande para esta habitación tan pequeña. A lo mejor necesita volar al aire libre para desarrollar su fortaleza y sus capacidades de mariposa. A lo mejor quiere ir a reunirse con los de su especie.

—No—repetí yo, tranquilo, sin sombra de duda en mi voz.

—Pues yo creo que sí.

—Ya, pero es mi mariposa y quiere estar conmigo.

—¿Quién dice que es tu mariposa?

—Bueno, es que ha salido de mi cuerpo.

—Ya, pero a lo mejor ahora que ha crecido quiere hacer otras cosas más que estar aquí todo el día contigo. Explorar el mundo, viajar a otros jardines, conocer a otras mariposas como ella, aparearse, ese tipo de cosas.

—Ya— dije yo, cansado de que alguien que no ha parido a su propia mariposa me de consejos sobre cómo cuidar a mi mariposa. Decidí zanjar el tema: —Creo que deberías marcharte.

Y la eché de mi habitación y de mi casa. Sus comentarios me resultaron desagradables. No voy a permitir que se me trate de esa forma en mi propia casa. Y sí, la verdad es que me parece que la vida es absurda y la existencia consciente no es más que un defecto de la mente animal. Sí, eso es lo que pienso. Y lo he pensado durante largo tiempo, así que no me vengáis con excesos ni extractos de libros que no conozco, o teorías recopiladas a bocajarro de libros antiguos y primitivos, porque no me interesan en absoluto. Todas esas ideas no sirven de nada aquí, en la realidad en la que vivimos nosotros, con el universo colgando de nuestra conciencia y haciéndonos sentir insignificantes a cada paso. Es muy fácil estar tranquilo cuando piensas que estás en una caja de estrellas creada por Dios y que todo funciona obedeciendo una serie de reglas conocidas creadas por un ser supremo benevolente y bondadoso, pero también justo y diabólico, que castiga a los que se portan mal y premia con el cielo, nada menos, a los que se portan bien. Lo difícil es vivir aquí, ahora, en estas condiciones tan deplorables, con la ciencia y la física repitiendo cada dos por tres que no somos nada. Muchos de los antiguos intelectuales seguramente se pegarían un tiro si tuvieran que crear bellas filosofías de vida aquí y ahora, con la inmensidad del universo, con la infinitud de lo desconocido.

¿Para qué sirve la ciencia? ¿Para desvelar el velo de lo desconocido? Yo mejor diría que su verdadera labor ha sido mostrarnos la inmensidad de lo desconocido. Ya me dirás qué utilidad tiene eso para aquí, ahora, en este momento en el que me pregunto por mi vida, por la importancia de mi existencia de mi brazo, de mi cabeza, de mi dedo meñique. No. Estamos más perdidos y solos que nunca. Por eso hay que volver a lo de antes.

Yo quiero vivir con Dios guardando la casa y mandando una pandemia de vez en cuando, no con un absurdo virus surgido de un pangolín en la otra punta del planeta. O el cambio climático. ¿Alguien ha pensado en eso? Es horrible. Mejor no pensar en ello. Como si no me sintiese ya lo suficientemente impotente, ahora encima resulta que el sistema económico actual ya no sirve y hay que cambiarlo todo. Pues muy bien. Pues ocuparos vosotros, porque yo paso. Que nos destruyan los terremotos y las tormentas y las inundaciones, y los huracanes y los tifones y los incendios. Me da igual. La vida se ha vuelto demasiado enrevesada para mí. Que no complicada. Porque complicada en realidad no es. Más bien somos nosotros los que la complicamos por culpa de nuestra indomable curiosa, que nos impulsa a descubrir y pensar demasiado. Antes, cuando no tenían ni la más pinche idea de nada y la mejor y más evidente explicación para todo era Dios, vivían más tranquilos. Allí estaban labrando la tierra, haciendo zapatos, yendo a la iglesia. Pero ahora, míranos, esto es una catástrofe, todo el día sentados en el sofá viendo la tele deprimidos y tristes y con cincuenta pares de zapatos y un montón de pan en el congelador. Es una imagen horrible del ser humano. Tengo el pan el congelador y un montón de papel de váter en el sótano y estoy deprimido porque no entiendo mi vida, no conozco mi propósito y no sé cómo conseguir uno, he mirado en internet y no venden nada de eso. Lo poco que he visto dice que tengo que encontrarlo dentro de mí mismo. Venga hombre, basta ya. Vete a la mierda a ver si allí encuentras tu propósito y ya de paso a ver si te ahogas en el mar.

Aquel día no estaba de buen humor porque no podía dejar de pensar en lo viejo que me estaba haciendo. Recordaba con cariño aquellos días de niño en los que estaba angustiado por pensar que mis problemas eran enormes. No me daba cuenta, niño estúpido, de que en aquellos momentos de angustia en realidad no tenía ningún problema de los de verdad. Por eso, cuando mi mujer vino a hablar conmigo aquella tarde, quizás no estaba como para discutir ciertos temas. Estaba tirado en el sofá viendo un partido de fútbol cuando la vi entrar y sentarse a mi lado en formación de ataque, es decir, con la espalda recta y la mirada fija en mí, lista para decirme algo que lleva tiempo cavilando.

—¿Seguro que la mariposa está bien aquí? A mí me parece que está triste, como si se sintiese atrapada.

—Sí! —dije colérico, con una cólera que salía de un lugar desconocido y profundo. —Además, he tomado una decisión: Quiero hacer zapatos.

—¿Qué quieres hacer zapatos?

—Sí. —Contesté yo de forma rotunda, pues había ponderado mucho mi decisión y no había forma de echarse atrás.

—Pero cariño, en Bangladesh las manos pequeñas de los niños ya hacen mejores zapatos que nadie en toda Europa. Tú no debes hacer zapatos. Tú deber es utilizar la libertad que has conseguido gracias a ese niño para realizar otras tareas como el ocio o las compras o ver la tele o jugar al ordenador. Eso es lo que hace la gente de bien.

—¡Yo no quiero más libertad! —contesté furioso. —Yo quiero hacer mis propios zapatos con mis propias manos. ¡Y quizás hasta mi propio pan! Y no me llames cariño, que estoy enfadado.

—Pero cariño, —me dijo ella— ¿Cómo vas a hacer tú el pan? ¡El pan, dice que quiere hacer ahora! — y se levantó y empezó a caminar por la habitación, crispada por el fracaso de su premeditado discurso. — ¡Pero si el pan se compra en el supermercado! Además, es muy complicado. ¡Y se tardaría mucho tiempo! ¡Tiempo! Cariño, el tiempo que tienes debe ser todo para el ocio. Tienes que gastar dinero como una persona responsable. Ir al centro comercial, al cine, al restaurante de comida rápida, todo eso. ¡Como la gente normal! Compras el pan en el supermercado y te suscribes a Netflix y a Disney Plus y al fútbol y todo eso. Así es como funcionan las cosas ahora. ¿O es que acaso quieres volver a la Edad Media? —Y me miró de forma inquisitiva. Yo no pude soportar las ganas de hablar y dije:

—¡Sí! Eso es lo que quiero. Y ser zapatero en una ciudad cualquiera, y hacer zapatos geniales que te duren toda la vida.

—Pero cariño— me dijo ella muy resuelta— si los zapatos te durasen toda la vida, ¿qué pasaría con los niños de Bangladesh que fabrican los que llevas ahora puestos y que tendremos que tirar en una semana? ¿Eh? ¿Acaso has pensado en que ellos también tienen derecho a poder elegir entre los miles de películas que hay en Netflix cuando el progreso llegue a sus ciudades y tengan internet?

—No, la verdad. No había pensado en eso— dije yo, alicaído porque realmente no quería quitarles yo oportunidades a los niños de Bangladesh por culpa de mis deseos egoístas de no comprar zapatos cada dos semanas.

—Pues eso—sentenció ella. Pero yo estaba cansado ya y no quería seguir pensando. Dije:

—Oye mira, la verdad es que tienes razón. No haré zapatos. Además, creo que deberías irte. —le dije, pero ella todavía no había terminado.

—Por cierto, no me gusta que la mariposa esté todo el día encerrada en casa sin salir. Creo que deberías intentar sacarla de paseo o abrir la ventana para que salga un rato.

—Bueno, ya veré—dije yo, cansado. —es que ahora tengo mucha prisa— le dije. Y me tumbé en el sofá y me quedé dormido. Soñé que tenía una pequeña tienda de zapatos y cada día hacía como mucho dos pares de zapatos. Mi mujer, que trabajaba conmigo, hacía otros dos, mientras los niños estaban en el colegio o jugando por las calles del pueblo. Iba lento, con extremo, uniendo las distintas capas de cuero, haciendo las formas, limando las asperezas, hasta que unos zapatos buenos y duraderos salían del taller hacia el escaparate. Cerraba a las seis o siete de la tarde, como el resto de los comercios. Cenábamos al calor de la estufa de leña, felices y tranquilos, sin televisión ni teléfonos ni nada. Luego nuestra hija mayor tocaba un poco el piano que habíamos comprado de segunda mano en un comercio ambulante y todos escuchábamos hasta que llegaba la hora de dormir. Y hasta el día siguiente, en el que volveríamos a repetir lo mismo hasta que llegase el domingo y entonces todos nos vestiríamos con nuestra ropa de domingo e iríamos a la Iglesia, a ver a Dios y a pedirle buena salud y buen tiempo. Y así para siempre, por los tiempos de los tiempos, en un bucle infinito e inquebrantable en el que mis hijos harían el mismo trabajo que yo, y así también harían zapatos los hijos de mis hijos, y sus hijos también, hasta que se acabase el mundo y se consumiese la energía del brillante sol.

Daniel Alonso Viña

18.3.21